miércoles, diciembre 09, 2009

Lifeboat

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El Naufragio del Borgoña
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André Gide
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Iba yo en el Borgoña ¿sabes?, el día que naufragó. Tenía diecisiete años. Con esto te digo mi edad actual. Era una nadadora excelente; y para demostrarte que no tengo el corazón demasiado seco, te diré que, si mi primera idea fue la de salvarme, la segunda fue la de salvar a alguien. No estoy muy segura, incluso, de que no fuese la primera. O más bien, creo que no pensé absolutamente nada; pero pocas cosas me indignan tanto como esos que, en los momentos así, no piensan más que en sí mismos, sí: me indignan más aún las mujeres que gritan. Echaron al mar una primera canoa de salvamento, principalmente llena de mujeres y niños; algunas mujeres lanzaban unos aullidos como para perder la cabeza. La maniobra se hizo tan mal que la canoa, en lugar de posarse horizontalmente sobre el mar, picó de proa y se vació de todo su cargamento, antes incluso de llenarse de agua. Todo aquello sucedía a la luz de antorchas, fanales y proyectores. No te puedes imaginar lo fúnebre que resultaba. Las olas eran bastante fuertes, y todo lo que no estaba en el marco luminoso desaparecía del otro lado de la colina de agua, en la noche. No he vivido jamás otra experiencia tan intensa; pero, supongo, que era yo tan incapaz de reflexionar como un terranova que se tira al agua. Ni siquiera comprendo lo que pudo ocurrir, sé tan sólo que yo había reparado en la canoa, en una niñita de cinco o seis años, que era un encanto, e inmediatamente, cuando vi zozobrar la barca, fue a ella a la que decidí salvar. Iba, al principio, con su madre; pero ésta no sabía nadar bien; y además, como ocurre siempre en estos casos, le molestaba la pollera. En lo que a mí respecta, me desnudé maquinalmente; me llamaban para que ocupase un sitio en la canoa siguiente. Tuve que meterme en ella y después, sin pensarlo dos veces, me arrojé al mar desde esa misma canoa; recuerdo tan sólo que nadé largo rato con la niña agarrada a mi cuello. Ella estaba aterrada y me apretaba el cuello con tal fuerza que yo no podía respirar. Por suerte, pudieron divisarnos desde la canoa y esperarnos, o remar hacia nosotras. Pero no te cuento este episodio por eso. El recuerdo que ha quedado grabado en mí, el que nada podrá borrar de mi cerebro ni de mi corazón es el siguiente: después de haber recogido a varios nadadores desesperados, como me recogieron a mí, en aquella canoa íbamos amontonadas unas cuarenta personas. El agua llegaba casi al borde. Iba yo a popa y tenía apretada contra mí a la niñita que acababa de salvar, a fin de calentarla y de que no viese lo que yo no podía dejar de ver: dos marineros, uno armado con un hacha y el otro con un cuchillo de cocina... ¿sabes lo que hacían? Cortaban los dedos y las muñecas de algunos nadadores que, ayudándose con unas cuerdas, se esforzaban en subir a nuestra barca. Uno de aquellos dos marineros se volvió hacia mí y me dijo: “Si sube uno más reventaremos todos. La barca está llena”. Y añadió que en todos los naufragios no hay más remedio que obrar así. Creo que entonces me desmayé. Y cuando volví en mí, comprendí que ya no era yo, que no podría nunca más ser la misma, la muchacha sentimental de otros tiempos; comprendí que había dejado hundirse una parte de mí con el Borgoña, que en adelante cortaría los dedos y las muñecas a un montón de sentimientos delicados para impedirles meterse y hacer que zozobre mi corazón.
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