martes, octubre 14, 2008

from dusk till dawn

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entonces, cuéntame.
está bien. había una vez una bailarina que bailaba la danza del vientre en florencia. tenía los ojos claros y...
¡y que había un teatro!
y había un teatro al cual iba siempre un admirador. su más grande admirador.
sigue.
entonces, las noches en que ella bailaba él la esperaba tras la función pero ella parecía no prestarle atención, salvo por el detalle de las manos que, invariablemente, sostenían un enorme ramo de rosas que él le alcanzaba.
¿y por qué se fijaba en las manos...?
se fijaba en las manos porque ella había trabajado haciendo anillos en un taller.
¿en un taller dónde?
no sé. lejos. en riga.
¿era pobre? ¿era ella pobre?
sí. había tenido una infancia muy pobre. tenía una hermana que jamás le dejaba usar su ropa.
¿cómo se llamaba ella?
no lo sé. ¿cómo quieres que se llame?
cristina. quiero que se llame cristina.
y el hombre de las flores, el admirador, ¿cómo le llamaremos?
no sé... ponle el nombre que tú más quieras.
mmmm... quiero que se llame emilio, como tú.
¿y por qué se fijaba en las manos de él? ¿era viejo?
no. no era viejo. era joven y guapo.
¿y por qué no tenía más admiradores? ¿era ella fea?
no era muy bonita, según él, pero bailaba como una diosa.
sigue.
llegó el día en que, tras miles y miles de rosas a la salida del teatro en florencia ella aceptó acompañarle a tomar un café.
¿aceptó de buen grado o porque no encontraba cómo zafarse de él?
aceptó de buen grado.
ya. sigue.
entonces a la mitad de la conversación él le explicó que no podía dejar de verla. que esta especie de devoción le atormentaba y que quería que viviera con él a cambio de pagarle una enormidad de dinero para que actuara sólo para él durante todas y cada una de las noches.
mmm... entonces él era rico.
muy rico.
claro. ¿qué más?
ella le pidió entender que una decisión como ésa requería tiempo para pensar y que esperara unos días por la respuesta. se despidieron cordialmente y cuando él tomo su mano para besarla, cristina se fijó en todos los detalles de la suya: era una mano nervuda, densa. hubiera pensado que era la mano de un asesino.
¿y cómo hubiera podido saber ella cómo eran las manos de un asesino?
cuando escapó de riga en el tren conoció a un tipo muy viejo que había purgado prisión por asesinato. sus manos tenían venas oscuras y gruesas, como las de esteban.
¿esteban?
emilio. como las de emilio.
no te distraigas. ¿ella aceptó?
aceptó, porque a esas alturas de su vida la pobreza le aterraba indeciblemente.
sigue.
ella convino en mudarse a un ala de la mansión que él tenía sobre una colina en scandicci.
¿eso lo has inventado, no?
sí. no he estado jamás en florencia. déjame seguir.
sigue.
él dispuso que, dejando una noche, ella bailara para él bajo la luz de un reflector que había instalado en el salón principal. él la veía bailar y bailar con sus tutús blancos y, al finalizar, él se ponía el sobretodo y le seguía entregando las flores rojas con sus manos de asesino, como si acabara de salir de un teatro.
¿y ella qué hacía? ¿qué decía? durante el día, cuando no bailaba, ¿conversaban? ¿él la veía?
no hasta que un día él le dijo que quería que le acompañara a la hora del almuerzo.
ahá...
ella entonces acudió al comedor con un hermoso vestido de gasa de color azul.
¿ahá?...
era la primera vez que él la veía con un vestido que no fuera blanco. cristina, le dijo, qué bien sienta el azul sobre el blanco de su piel. destaca el color de sus ojos. ella le dijo gracias, emilio. hoy uso azul por una razón en especial. ¿y cuál sería esa razón?, cuéntemelo, dijo emilio. ella empezó a contarle acerca del pavor que le inspiraban cierto tipo de manos. no le contó nada acerca del viejo en el tren y él, casi sin darse cuenta, fue discretamente cerrando las manos y retirándolas de encima de la mesa hasta que las hizo desaparecer bajo la servilleta que tenía sobre las rodillas.
sigue.
ella le dijo que usaba el azul porque le recordaba los ojos de un niño que alguna vez conoció que podía leer las mentes de algunas personas y conocer su historia simplemente con mirarlas.
¿y qué dijo él?
él dijo no le creo, cristina. entonces ella dijo él me enseñó cómo hacerlo, ¿quiere ud. probar, emilio?
¿y él qué contestó?
le dijo que sí. que quería probar. entonces ella empezó a contarle acerca del niño al que ella había conocido en el campo de concentración y que tenía un temor infinito a las noches. cuénteme más, dijo él, interesado. está bien, dijo ella y empezó a decir que este muchachito antes de la guerra cantaba pidiendo monedas a la gente en una calle de maintz, delante del teatro. pausadamente, delante del teatro, repitió él. era un niño bello. tenía los ojos intensamente azules. sigue, dijo él. ella le contó una historia inverosímil y laboriosa, retorcida y a la vez encantadora. al niño, por algún azar, no le habían tatuado el número sobre el brazo derecho: tenía la piel limpia y muy blanca, tan contrastante con los harapos grises que vestía. sigue, dijo él. ¿te das cuenta de que es la primera vez que me tuteas?, dijo ella. me he fijado que tampoco a tí te gustan las noches, dijo él, y que tu piel es tan blanca como la del niño que me cuentas. entonces ella, estremecida, le miró las manos y le dijo mejor ve a dormir, mañana volveré a comenzar todo desde el principio. ¿hubiera el niño sabido lo que hice en mi vida?, le dijo él. Te lo diré mañana, contestó ella.
¿y él se fue a dormir?
una vez que ella decidió quedarse para siempre con él aceptó que él siempre se durmiera, dejándola sola con sus pensamientos. cuando eso pasaba, ella se le acercaba callada y seguía hablándole al oído bajito, contándole los finales de sus historias cuando él ya no las escuchaba.
¿y por qué no las escuchaba?
él dormía.
ahá.
entonces ella le arropaba, deseando en lo más íntimo que esas manos no hubieran sido realmente las de un asesino.
entonces, ¿ella supo la verdad? ¿sí podía leer la mente como le había enseñado el muchachito?
no lo sé. lo que se decía era que noche a noche ella lo arrullaba con retazos de muchos cuentos que él ya no oía. tras muchos noches de contarle y contarle historias, ella se dio cuenta de que todo con él era inútil. entonces se fijó que se había obsesionado tanto con él que sus manos empezaban ya a gustarle, que lejos de parecerle instrumentos temibles le causaban un extraño sosiego. cuando ello ocurrió, fue hasta la cocina y, decidida a acabar con todas sus angustias, tomó de un anaquel el cuchillo más grande. era casi de mañana y en scandicci amanecía con una dulzura apacible.
sigue, cristina, por favor.
duerme ya emilio. mejor duerme ya...
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