Una vez que tuvo la página en blanco delante de sí, y como era costumbre desde colegial, empezaba todo habiendo dejado un renglón por si la maestra quisiera anotar algo, Florentino presionó una vez ‘Enter’. Puso el pulgar izquierdo sobre ‘Control’ y con el índice derecho pulsó ‘V’: apareció el texto que le había tomado media hora escribir. Lo revisó lentamente y, al finalizar, con el cursor ubicó la casilla de ‘Send’ al lado derecho. Dio click. Al recibir el mail al otro lado de la internet, Fermina leyó. Eran meditaciones sobre la vida, el amor, la vejez (futura), la muerte (quién sabe, aún distante): ideas que habían pasado muchas veces aleteando como pájaros nocturnos sobre su cabeza, pero que se le desbarataban en un reguero de plumas cuando trataba de atraparlas. Allí estaban, nítidas, simples, tal como a ella le hubiera gustado decirlas. De ese modo se le revelaba un Florentino desconocido, con una clarividencia que no correspondía a las esquelas febriles de otros tiempos ni a la conducta sombría de buena parte de su vida. Eran más bien las palabras del hombre que a la tía Isabel le pareció inspirado por el Espíritu Santo, y este pensamiento volvió a asustarla como aquella primera vez. Con frecuencia interdiaria fueron llegando más mails, los que Fermina eliminaba de todos modos, después de leerlos con interés creciente. A medida que los eliminaba, empero, iba quedándole un sedimento de culpa que no conseguía disipar. Asi que cuando empezó a recibir los mails numerados encontró la justificación moral que estaba esperando para no deletearlos. En vez de ello, abrió un folder en su Hotmail con el rótulo de ‘Florentino’ y cada tarde, regresando de trabajar, dedicaba una hora a pasear los ojos sobre cada línea y cada palabra, entre suspiros que achacaba a los rezagos de una pertinaz angina.
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